María Teresa Jardí
Por Esto!
Miércoles, 11 Marzo 2009
Sin el glamour que algunos medios le han dado al caso de la francesa por estos días también circula el caso de Jacinta. Una mujer de 42 años, otomí, sentenciada a 21 años de cárcel por “haber secuestrado a seis agentes de la AFI”.
Leyeron bien. Se la acusa de haber “secuestrado”, en el mejor de los casos podría haberlos privado --junto con otros-- de su libertad, que no secuestrar, como ustedes fácilmente comprenderán.
Sin el glamour, claro, por ser otomí y francesa, sentenciada con una acusación, también montada, para castigarla por ser por ser pobre y no rica. Acusada por sus propios captores no de cara a los medios, de cara a llenar el número, para que, hasta crean, los ingenuos despistados si alguno queda, de que, de tanto en tanto, por muy ingenuo que se sea ya es difícil pensar que pueda creer alguien que en México se imparte Justicia, que se crea que algún delito se castiga. Aunque de manera clara sirva el caso para que a todos nos quede claro que la venganza también tiene permiso como las ejecuciones y los levantones y las desapariciones forzados de luchadores.
No creo en la vocación de justicia. Soy testigo de que a nombre de la justicia lo que se busca es venganza. Soy testigo de lo anterior de cuando en diversas Diócesis de varios Estados a indígenas y a no indígenas les enseñé a elaborar una denuncia penal y un amparo para su defensa. Convencida, que también estoy, de que el conocimiento da poder y de que en la medida que el conocimiento se generalice se acaba con el poder que unos cuantos ejercen como dueños. Y porque también lo estoy de que todos tenemos que ser capaces de apoderarnos del conocimiento que nos permita dejar de ser objetos para convertirnos en sujetos constructores de nuestra propia historia.
No me arrepiento de haber enseñado, lo que yo, más suertuda, aprendí en una universidad. Y debo reconocer que esos fueron los diez años más felices de mi vida. Pero costaba, vaya que sí costaba, a pesar de que lo mejor de la Iglesia Católica era la anfitriona propiciadora para que incluso indígenas monolingües se apropiaran del conocimiento necesario para su defensa, costaba que se entendiera que buscar justicia no es lo mismo que cobrar venganza. Más tarde en la Procuraduría del D. F y también en la General de la República fui testigo también de que a los familiares de las víctimas no les importa que pague un inocente por el crimen con tal de que alguien pague.
Y por eso, sumado al montaje televisivo, que por sí sólo en cualquier Estado de Derecho invalidaría la acusación, me queda un rescoldo de duda con relación a la culpabilidad real de la francesa. A pesar de que parece estar muy segura la víctima que la incrimina de que es ella la secuestradora que incluso le sacaba sangre a su hijo.
El PRODH ha iniciado una campaña titulada: “Yo soy Jacinta” invitando a todos a enviar cartas al magistrado ponente, que revisa la apelación, en aras de que se revoque la inmoral sentencia. En ese caso sí no tengo ni la menor duda de la inocencia de Jacinta. La acusación misma es de una brutalidad que espanta y la sentencia acorde con el Poder Judicial encabezado por ministros de la calaña que se exhibe con cada nota sobre sus aumentos, cuando no lo son sobre la exoneración de probados delincuentes o de pagos de comidas millonarias cobradas al erario por los ex ministros con autorización de los actuales, es de suponer, etc., etc.
Puede parecer exagerado que un presidente venga a solicitar la extradición de una compatriota. Aunque sea claro --quizá no para Sarkozy que a los mexicanos nos debe considerar estúpidos irredentos como nos consideran hoy ya casi en cualquier otro lugar del mundo-- que no habría venido a negociar la entrega de la francesa si no fuera la hija de un rico francés.
Pero a final de cuentas esa es la función de todo gobernante. Y en cambio al usurpador Calderón no lo veremos encabezando la defensa de Jacinta. Y esa es la diferencia entre un usurpador fascista como Calderón y un presidente legítimo aunque Sarkozy sea un frívolo y también de derecha. Perdida la ética la clase política mexicana está integrada por sinvergüenzas.
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